Me quedan tres semanas en Madrid y pienso, cada vez más —sin querer queriendo, como quien tiene la costumbre de despertar e ir al baño aún con un ojo cerrado—, en la cantidad de cosas de las que estoy próxima a despedirme.
No hay equipaje en el que quepa mi vida de aquí. Tampoco creo que haya lugar para colocarla allá. De vuelta en México. Tantas cosas voy a echar de menos, y cuántas más me faltan sin siquiera saberlo. Porque la vida día con día trae consigo un par de renuncias y una pizca de alegría. Yo le llamo regalos. Lo he compartido antes, que recibo regalos a diario.
Como por ejemplo, ayer, que con un desánimo de otros tiempos me apresuré a salir de casa. No tenía muy claro hacia dónde me dirigía —“Voy a casa de Julio”, pensé—. Pero no estaba de humor, y el ánimo de fingir que sí era nulo.
Caminé sin rumbo, y terminé llegando a una pizzería que tenía tiempo queriendo ir. Me vi obligada a pedir para llevar porque estaban a punto de cerrar, dije que sí con total naturalidad, como si siempre hubiera estado en mis planes llevármela a casa. La vida se encarga de acomodarlo todo, tú solo tienes que ponerte en marcha. Me entregaron la pizza, tomé un taxi y fui con Julio. Saber que llegaría sorpresivamente con una deliciosa merienda me devolvió el ánimo, por absurdo que parezca, así fue.
El simple acto de sorprender, de buscar agradar, logra sacarme del abismo del cual muchas veces me encuentro.
Llegué a casa.
Me quedo pausada en ese pensamiento: “llegar a casa”. ¿Acaso así lo siento?
Apenas me percato de que me nació decirlo, porque, como un niño que repite cada palabra que escucha a su alrededor, he escuchado a Julio decirlo suficientes veces: “¿Nos vemos en casa?”, “¿te vienes luego a casa?” Hasta terminar diciéndolo yo de manera tan natural.Pienso que el español que se habla en España es mucho más inclusivo; no hace falta decir “mi”. Ya empiezo a hacer uso de él, me parece que endulza el oído. Todo lo hacer sonar memorable.
Llegué a casa con una pizza de berenjena, tocino y burrata. Apenas abrí la puerta, me recibió Julio, recién salido de bañarse. Se había peinado como lo suele hacer siempre, hasta que su pelo seco decide acomodarse a su manera. Ese hombre es tan guapo que podría pasarme toda la noche en vela admirándolo. Hay algo en él me produce tanta ternura que siento una urgente necesidad de arroparlo, de hacerlo reír, de verlo feliz.
No me cabe duda que es un alma noble. Es ligero, cauteloso; aún me resulta un misterio. Me conmueve su manera de ser: la caricia que prefiere a la frialdad, la contemplación que vence al instinto salvaje. Pregunta, no asume. Conversa, sabe escuchar.
Cuando Julio me vio llegar con una pizza en las manos, se alegró como un niño pequeño al que sus padres le dicen que han invitado a sus primos a comer y a jugar. En ese instante, mi insipidez hacia la vida desapareció. El gesto de Julio —sus ojos arrugados por la sonrisa en su rostro, su dentadura completa, sus lentes de ver, su pelo perfectamente acomodado, sus nuevas pijamas que le obsequié por su cumpleaños—, su presencia: a eso se parecía la felicidad.
Ese fue mi regalo del día.
Entendí la importancia de salir a caminar: terminamos llegando a donde nos esperan.
Y lo demás es historia. Sí estaba muy buena la pizza.
Con amor,
Jazmin
Me encanto! Por más pizzas y pizcas de alegría
Es difícil pensar en despedirnos de lugares donde somos felices, un abrazo enorme Jaz🤍